El traje nuevo del emperador: los problemas de vivienda de los “con techo”

El traje nuevo del emperador:

los problemas de vivienda de los “con techo”

Alfredo Rodríguez y Ana Sugranyes*

La política de vivienda en Chile es considerada como un éxito. Muchos gobiernos de América latina están imitando el modelo del subsidio habitacional. Durante los últimos quince años, se han construido muchas viviendas en el país: casi dos millones de unidades en un país que tiene ahora quince millones de habitantes.[1] Esta producción masiva ha reducido el déficit acumulado. Es el producto de un mecanismo de financiamiento público, del presupuesto del estado, que subsidia la demanda y así garantiza la oferta: “el subsidio habitacional”.

Esta producción masiva también ha dado techo a los pobres. En quince años se han construido en todo el país 500 mil viviendas sociales orientadas a resolver problemas de “marginalidad”. La vivienda social en Chile se mide por su valor inicial inferior a 400 UF; es que la normativa las define por su valor, nunca por las condiciones de vida de sus usuarios.

Desde hace cinco años, hemos realizado estudios en cuatro ciudades de tamaño diferenciado[2] para entender detalles de los impactos de esta política exitosa, aplicando para ello una encuesta a 1.700 hogares residentes en viviendas sociales. En Santiago, se analizaron alrededor de 500 conjuntos con un total de 200 mil viviendas sociales financiadas por el Ministerio de Vivienda y Urbanismo (Minvu) entre 1980 y 2000.[3] También se elaboró un catastro geo-referenciado (SIG, Sistema de Información Geográfica) de estos conjuntos, con los datos de las memorias anuales del Minvu, que debieron ser rectificados en terreno y en distintas Direcciones de Obra municipales. El Minvu no ha desarrollado este tipo de registro y monitoreo, porque su política ha sido seguir construyendo viviendas nuevas.

De los problemas de las familias “sin techo” a los problemas de las familias “con techo”

Los resultados de nuestros estudios cuestionan el éxito de la producción de vivienda, particularmente con relación a tres aspectos: el producto, la convivencia en los conjuntos habitacionales, y la implantación de éstos en la ciudad.

Del producto

El producto material es una unidad de vivienda de un tamaño promedio de 39 metros cuadrados con un valor promedio de 220 UF.[4] Es un producto otorgado en propiedad, que satisface todos los criterios de tenencia legalizada, pero ubicado en barrios que no tienen ninguna de las características positivas de organización y redes solidarias de que gozaban las viviendas informales de los antiguos campamentos.

Las unidades de vivienda social en Chile han sido diseñadas en función del modelo de producción (la máxima rentabilidad para el ejecutor); nunca ha sido pensadas en función de sus usuarios. A ello se agrega que han sido concebidas como un producto final, no diseñadas para mejorar y crecer.

Para poder vivir en estos espacios rígidos y adecuarlos a sus necesidades y recursos, los residentes los ‘informalizan’: modifican y amplían las viviendas ocupando los antejardines, los espacios comunes, los accesos, o las hacen crecer en el aire. Y al informalizarse, este stock se está volviendo el mayor problema residencial urbano: viene a ser ahora un fenómeno de nuevos campamentos en Santiago.

De la convivencia en los conjuntos habitacionales

En la encuesta aplicada a los residentes de conjuntos de viviendas Serviu, el 65 por ciento de los usuarios manifestó querer “irse” de la casa y del barrio. Quieren irse, sin que existan opciones para concretar este posible cambio, esta eventual movilidad residencial. Las razones de su malestar están relacionadas, en su mayor parte, a problemas de convivencia, de inseguridad y miedo. Los que quieren irse sienten vergüenza y miedo de su barrio.

Una expresión de lo anterior es que, en Santiago, los mayores índices de denuncias de violencia intrafamiliar se concentren en estos conjuntos habitacionales de bajo estándar, que son producto precisamente de una política social.[5] Tal situación es consecuencia directa del roce cotidiano exacerbado que se da al interior de las viviendas, con los vecinos en los accesos a los edificios (particularmente en las escaleras) y también en el barrio; y es también producto del desamparo en las calles y en los espacios públicos, poco desarrollados y localizados en rincones residuales de los conjuntos.

De la ciudad

El plano geo-referenciado del stock de vivienda social en Santiago muestra el asentamiento de cerca de un millón de personas en 2.500 hectáreas, con 400 personas por hectárea, cinco veces más que la densidad promedio de la ciudad. Se trata de concentraciones homogéneas de pobreza en condiciones de alta densidad, en guetos aislados que con los años se deterioran progresiva e irremediablemente. Por suerte, la focalización de los subsidios habitacionales para vivienda social en familias bajo la línea de pobreza no ha funcionado: si hubiera sido exitosa, tendríamos el 20 por ciento de la población más pobre de la ciudad concentrada en el 4 por ciento del espacio urbano (de hecho, los resultados de la encuesta muestran que el 55 por ciento de los residentes del stock de viviendas sociales están por encima de la línea de pobreza).[6]

El promedio de viviendas por conjunto es de 400 unidades.[7] Hay unidades habitacionales de más de 1.500 viviendas. ¿Cómo soñar que familias “desplazadas” por el subsidio habitacional, y en estos niveles tan masivos, puedan llegar a organizarse para apropiarse del espacio e identificarse con el barrio? Curiosamente, en estudios de caso de tipo antropológicos las personas entrevistadas manifiestan nostalgia por la organización social, los valores solidarios, las redes de apoyo, la seguridad que tenían en antiguos campamentos. Los “con techo” valoran su antigua situación de “sin techo”.

¿No estará desnudo el emperador?

La imagen de la fábula del traje nuevo del emperador de Hans Christian Andersen es acertada: la exitosa política de vivienda social no es tal; es solamente una exitosa política de financiamiento público para la producción privada de un bien “vivienda”.

El gobierno, los académicos y las ONG siguen mirando el tema habitacional desde la perspectiva de lo que fue en 1987 el Año Internacional de los Sin Techo: los allegados, el déficit acumulado, las tomas de terreno; el tema de los “sin casa”. Para todos ellos, el problema sigue siendo cómo dar techo, y para esto señalan que sigue siendo necesario construir más viviendas sociales nuevas. Sin embargo, hay indicios de que el problema está cambiando y de la existencia de nuevos actores poblacionales. Así, por una parte, en los últimos diez años, las organizaciones de allegados han tenido poca presencia en la ciudad; en términos absolutos, el déficit cuantitativo se reduce anualmente; y ha ocurrido una sola toma de terreno de importancia. Por otra parte, aparecen organizaciones de residentes de conjuntos de vivienda social que protestan contra las empresas constructoras y contra el Minvu por problemas relacionados con la calidad de las viviendas, de los servicios y equipamiento en los conjuntos habitacionales en donde viven. También la violencia delictiva e intrafamiliar es un problema que comienza a aparecer, relacionado con las grandes concentraciones de conjuntos de vivienda social.

Dado que tradicionalmente el problema habitacional ha sido concebido desde la perspectiva de cómo reducir el déficit y trasladar a las familias desde campamentos a viviendas nuevas, se da por supuesto que el stock construido es parte de la solución al problema. La realidad es otra: la política exitosa de financiamiento de vivienda ha terminado creando un nuevo problema de vivienda y urbano: un enorme stock de viviendas sociales inadecuadas que requiere atención.

Hoy en Santiago, el gran problema social habitacional es el de las familias “con techo”. No hay política social, habitacional o urbana que atienda las demandas por mejores condiciones de vida de un millón de habitantes de vivienda social en Santiago.

Cómo se llegó al problema de los “con techo”

El tema de los “con techo” se viene forjando desde finales de los años setenta. Durante la dictadura militar y bajo los auspicios de los “Chicago boys”, el Minvu creó el sistema enlazado de subsidio-ahorro-crédito, para asegurar la participación de las empresas constructoras. La figura es excepcional y no tiene parangón en América latina: combina una larga tradición de intervención estatal en temas sociales con la protección del mercado habitacional.

La respuesta empresarial a esta iniciativa estatal fue rápida: durante lo más profundo de la crisis económica del inicio de los años ochenta, los empresarios compraron grandes paños de terreno en lo que era entonces la periferia de las ciudades.[8] Estas reservas de terrenos han sido la garantía de funcionamiento, y ahora una señal de agotamiento de este sistema de producción masiva de viviendas sociales. Con ellas, las empresas han definido la localización de la vivienda social. Ahora estos terrenos, con sus conjuntos de vivienda social, ya no son la periferia; son parte de la ciudad consolidada. El aumento del valor del suelo urbano, especialmente durante la década de los noventa, contribuyó a poner el sistema en jaque; ahora el mundo empresarial decidió que estas reservas de terrenos ya no soportan inversiones bajas como las de la vivienda social, que actualmente se construyen lejos fuera del gran Santiago.

En la ciudad de Santiago, durante los últimos veinte años, el subsidio habitacional entregado a las empresas ha permitido la construcción de más de doscientas mil de estas viviendas sociales de bajo estándar y con un diseño que nunca ha sido pensado para ofrecer posibilidades de ampliación y mejoramiento. Como hemos dicho, vive mucha gente en ellas: casi un millón, una quinta parte de la población de la ciudad.[9] El fenómeno de transición de los pobladores “sin techo” a los pobres “con techo” queda ilustrado por los siguientes datos:

· La mitad de estas viviendas sociales ha sido construida en lotes individuales de uno, dos o hasta tres pisos. Mal que bien, el lote facilita procesos de apropiación y ocupación de todos los espacios disponibles. El tamaño de estos lotes ha variado con los años: a principios de los ochenta, los militares erradicaron los campamentos, trasladando a los pobladores a viviendas básicas con lotes entre 100 y 120 metros cuadrados; durante los años noventa, la presión por la producción masiva redujo el tamaño de los lotes individuales a menos 60 metros cuadrados.

· La otra mitad de las viviendas son departamentos en edificios, o blocks, de mediana altura, de tres o cuatros pisos. Es un sistema de condominio o propiedad horizontal que sus habitantes no logran entender, ya que nadie se lo ha explicado. Como también hemos dicho, la convivencia entre los habitantes en estas viviendas y edificios hacinados es difícil. Los espacios comunes, que son más bien espacios residuales entre los edificios, no facilitan el encuentro ni el recreo.

A pesar de las restricciones del diseño inicial y de la normativa vigente, las viviendas tienen todo tipo de ampliaciones informales. La gran mayoría de los beneficiarios “con techo” construye algo adicional, casi tan grande como la vivienda original. Los riesgos de terremoto, incendio o de multa municipal no frenan la necesidad urgente de más espacio. Estas ampliaciones son nuevas ‘callampas’ que ocupan antejardines, pasajes y espacios comunes; o burbujas adosadas a las fachadas y apoyadas en palillos enclenques.

Los proyectos convocados por el Minvu y construidos en terrenos de las empresas licitadoras pueden llegar a tener más de dos mil viviendas, con densidades superiores de 600 habitantes por hectárea.[10] Todos los criterios de diseño de los conjuntos están supeditados al interés de las empresas constructoras y dan por resultado una repetición monótona de casas, de filas de casas y de espacios residuales. La distribución de edificios se da como en un “no man’s land”, como por obra de un tampón de tinta repetido sobre el plano, y los edificios como un pan de molde que se corta al llegar a la calle, sin fachada alguna. Ni el Minvu, ni el arquitecto, ni el empresario ni el constructor se han detenido a pensar el impacto de tales condiciones de hacinamiento en las personas y en la ciudad, y menos aún en su costo social.

Las reservas de terreno de algunos constructores han llevado a la configuración de grandes manchas urbanas cubiertas de unidades habitacionales, aisladas las unas de las otras. En el trazo de estas manchas nunca han participado las instancias de urbanismo del Minvu; su función reguladora del uso del suelo no ha logrado traducirse en, por lo menos, un plan maestro de estas áreas.[11]

Alrededor de las grandes concentraciones de vivienda social, algunos los municipios y privados han construido un equipamiento social rudimentario; hay escuelas, hay puestos de salud y los servicios privados de transporte público llegan hasta el último proyecto de viviendas. Hay servicios, pero su calidad es deficiente.

Muchas cosas han cambiado en Chile durante los últimos quince años: el ingreso per capita se ha duplicado, las desigualdades son más profundas y las redes sociales han desaparecido. Pero el modelo de producción y la tipología de las viviendas sociales se mantiene.

Un modelo de ciudad segregada y dispersa

Los datos censales del 2002 para Santiago muestran que mientras las comunas periféricas ganaron población, se estancaron o perdieron población las de las zonas centrales. Esto no significa que estemos en presencia de un crecimiento explosivo de la población de Santiago, como ocurrió en las décadas de los cuarenta a cincuenta del siglo pasado, con las migraciones campo-ciudad y entre ciudades. Lo que ha ocurrido es, más bien, un movimiento de población desde las áreas centrales e internas de la ciudad, hacia la periferia.

El seguimiento de los permisos de construcción otorgados por comuna nos permite comprobar este proceso de dispersión de la ciudad y su carácter desigual: en Santiago, más del 90 por ciento de la producción de viviendas construidas durante los últimos diez años está concentrada en 16 de sus 34 comunas; mientras que en más de la mitad del territorio de Santiago, no pasa nada, no se construye y se deteriora el patrimonio urbano consolidado. Por otra parte, las viviendas son muy desiguales en tamaño; las unidades de menos de 35 metros cuadrados, destinadas a los pobres, corresponden al 70 por ciento del número total de viviendas construidas en la ciudad y a tan sólo 40 por ciento de todos los metros cuadrados construidos; mientras que las viviendas construidas para sectores de ingresos medios altos, con superficies superiores a 200 metros cuadrados, corresponden al 15 por ciento del total de unidades y al 40 por ciento de toda la superficie construida.

Fortalecer la tendencia de crecimiento de la ciudad hacia la periferia, ya sea en las zonas de expansión o zonas rurales, implica una desvalorización y despoblamiento de las áreas urbanas consolidadas. A ello puede agregarse que estas tendencias de dispersión refuerzan conflictos sociales ya existentes, multiplican situaciones de marginalidad y violencia, y generan mayores percepciones de inseguridad. Es decir, el tejido social urbano se fragmenta, se especializa funcionalmente y la segregación espacial consolida la desigualdad en las ciudades.

El costo del éxito habitacional

Desde 1985, el estado chileno ha centrado su política habitacional en la disminución del déficit acumulado; y lo ha logrado.[12] La reducción del déficit se ha dado con tasas de construcción similar a la que conocieron los europeos después de la segunda guerra mundial, a razón de la construcción anual de diez viviendas por cada mil habitantes.

Pero, después de más de veinte años de lo mismo, el objetivo de reducir el déficit ya no es suficiente. El mayor déficit de calidad de vida se da ahora en los proyectos de vivienda social que el estado ha financiado. Es un problema que muchos otros países han conocido, especialmente los europeos, y lo han superado. En Chile, las posibilidades de formular una política de mejoramiento del parque acumulado aún son remotas.

Uno de los mayores obstáculos que impide innovar y proponer es que el modelo de producción de viviendas sociales en Chile está aprisionado en un mercado cautivo con protagonistas plenamente satisfechos. Las bases de entendimiento entre el estado que financia y unas pocas empresas que producen sin riesgo, son perfectas: el Minvu otorga subsidios, asigna las viviendas a quienes han postulado, y las empresas construyen y, al final del año, el estado les devuelve el 31 por ciento del IVA de los costos de construcción. Así, el estado protege a las empresas, pero también al mercado financiero, que ha aceptado financiar los créditos a los postulantes al subsidio. A los bancos que otorgan el crédito, el Minvu les financia los seguros sobre los préstamos y asume la responsabilidad por el remate del bien inmueble en caso de insolvencia del deudor.

No hay riesgo, tampoco hay competencia: son muy pocas las empresas especializadas en el rubro y pueden distribuirse los cupos anuales de construcción de conjuntos de vivienda social por región. Tampoco hay innovación: la tecnología de la vivienda social en Chile es la misma desde hace veinte años.[13] En este mercado cautivo, los empresarios de la construcción de estas viviendas de bajo estándar no necesitan mirar los aportes, ideas y ensayos que han desarrollado con la gente las ONG, las universidades y los colegios gremiales. Tampoco han necesitado, ni el Ministerio ni los empresarios, abrir un debate serio sobre el costo social y urbano de esta producción masiva (y rentable para ellos) de viviendas sociales, que incluya los costos de localizar servicios y equipamiento en la periferia (no considerados en los proyectos de vivienda social) versus las ventajas que ofrecen las áreas ya consolidadas de la ciudad.[14]

En estas materias, tampoco hay una crítica desde la arquitectura. No se critican los diseños de los conjuntos y menos aún el de las viviendas. No hay innovación en ellos, ni propuestas de crecimiento progresivo de la vivienda y de su entorno. La idea de mejoramiento no forma parte de la agenda de la vivienda social.

Y los pobladores siguen esperando y recibiendo “la casa que les toca”. Para qué cambiar, entonces, si la producción masiva y sostenida de centenares de miles de viviendas en todas las regiones del país es evaluada de forma positiva desde los distintos ámbitos políticos. Desde la transición democrática en 1990, la gestión de los ministros de Vivienda ha sido alabada por los gobiernos y por la oposición. Ha generado votos para el gobierno, por lo menos hasta 1997, cuando surgieron las primeras señales de agotamiento del modelo. En las elecciones presidenciales de 1999, la mayoría de los votos en grandes conjuntos habitacionales financiados por el gobierno se fue a la oposición. Tan sólo en el Parlamento se ha expresado algún cuestionamiento sobre la distribución de los recursos estatales y respecto de la protección a los bancos versus la desprotección de los beneficiarios.

Con la gente y la ciudad

Los problemas de los “con techo” no son nuevos, remiten a las mismas preguntas que se planteaban frente a los “sin techo”: ¿cómo producir masivamente viviendas y barrios mejorables en el tiempo, que den respuestas cuantitativas y, a la vez, faciliten su adecuación a las exigencias y oportunidades de las familias y de las comunidades?

Una parte de la respuesta ahora ya la conocemos por la experiencia: la política habitacional chilena muestra que es posible producir masivamente viviendas sociales, y la importancia en esto de los instrumentos financieros.

Otra parte de la respuesta la conocemos por omisión: nuestra política habitacional no ha tomado en cuenta a quienes van a habitar las viviendas producidas, como tampoco toma en cuenta la localización de los conjuntos de vivienda social en la ciudad.

La conclusión inevitable es que la cantidad por sí sola no basta, porque los efectos urbanos —segregación, fragmentación— y los efectos sobre las familias o las personas —inseguridad, difícil convivencia, hacinamiento— crean nuevos, caros y serios problemas a la gente, la sociedad y el estado. Pero el tema de la localización de la vivienda social no existe en los predicados de la política habitacional en Chile. La “nueva política del 2001” no menciona un solo tema relacionado a la localización de la vivienda en la ciudad.[15] El discurso oficial dice que la ciudad crece hacia dentro; pero los hechos demuestran que lo hace hacia fuera, porque así lo define el mercado. Esta tendencia es modificable cuando el estado interviene, como lo demostraron los proyectos de repoblamiento de la Corporación de Santiago en los años noventa. Un discurso que ofrece equidad en el acceso a la vivienda y los servicios, es inútil si no cuenta con instrumentos de intervención y regulación del mercado de suelo.

La respuesta, entonces, ¿iría por intentar incorporar a quienes han sido solamente destinatarios de las políticas y programas de vivienda social, considerando el lugar donde se localizarán? En parte, pero, al igual como comprobamos que la cantidad no es suficiente, nos parece que la participación de los pobladores es un tema complejo que tampoco basta por sí solo, con mayor razón si debemos alcanzar a la vez las exigencias de cantidad y de construcción de la ciudad. No se trata de volver a la autoconstrucción, sino de inscribir la participación en procesos formales de producción de viviendas, de barrios y de ciudad.

Después de un largo período en que sólo las consideraciones económicas y financieras han determinado las políticas de vivienda social, las preguntas que tenemos nos llevan de vuelta a la gente, a la arquitectura y al urbanismo. Hace treinta años nos preguntábamos por la cantidad; hoy esa pregunta no nos parece válida si no va acompañada por el tema de la calidad.

No hay arquitectura del espacio urbano. Si bien las calles de los barrios altos, en Las Condes, Vitacura y Providencia, son bonitas y agradables, les proponemos recorrer las aceras de la manzana más cara de Santiago, donde se levantan el World Trade Center y el edificio de la Sofofa. Ahí la Municipalidad de Las Condes ha aprobado la construcción de edificios aislados, sin pensar la manzana; por ejemplo, sin resolver el acceso a los estacionamientos, por lo que los vehículos invaden el espacio peatonal de las aceras. Situaciones como ésta constituyen una realidad generalizada en todo el país, desde que sólo el lucro define la política pública. La rentabilidad de lo que se pueda construir en cada sitio es el criterio rector de la arquitectura del espacio urbano. La construcción de la ciudad está marcada por la “monotonía del perpetuo presente”, como el antropólogo Andrés Aubry define los productos del neoliberalismo.

Desde el ángulo de la vivienda popular, la ausencia de arquitectura se refleja en la suma de miles de viviendas en concentraciones homogéneas; en la repetición de idénticos módulos para aprovechar al máximo el uso del terreno; en conjuntos aislados los unos de los otros; en el desarrollo de conjuntos en la lógica del potrero; en el subdesarrollo de los espacios públicos y viviendas minúsculas sin previsión de extensión; en el no relacionar la vivienda y la calle; y en que, hasta 1999, nadie les explicó la ley de propiedad horizontal a centenares de miles de residentes en blocks.

Finalmente, hay diferentes dimensiones del problema de la vivienda sobre las cuales existe poca discusión en el país y una enorme variedad de experiencias en el mundo. Nos referimos a la participación de los usuarios, a la captación de rentas y plusvalías urbanas, a innovaciones tecnológicas y de diseño en la producción de las viviendas, que nos remiten a preguntas como las siguientes:

· Ante un modelo basado sobre la interacción entre gobierno y empresa, que les rinde beneficios a ambos, ¿cómo fortalecer el papel de los usuarios en los procesos de producción, mantenimiento y mejoramiento de la vivienda, de las unidades habitacionales y de los barrios?

· Ante el aumento sostenido del valor del suelo en las ciudades, ¿cómo lograr calidad de vida en condiciones de alta densidad? ¿Cómo integrar los conjuntos de vivienda social a la trama de la ciudad? ¿Cómo promover niveles de heterogeneidad social en el barrio y en las unidades habitacionales? ¿Cómo generar mecanismos que permitan compartir las rentas del suelo entre sus propietarios y el resto de la sociedad?

· Ante las exigencias de producción masiva de unidades nuevas y de rehabilitación del parque, ¿cómo mejorar la calidad de la vivienda, del barrio y de la ciudad? ¿Cómo abaratar costos aplicando alta tecnología? ¿Cómo facilitar el mejoramiento y eventual crecimiento de la vivienda con una oferta tecnológica adecuada a un diseño flexible?

· ¿Cómo el diseño de la vivienda, de los conjuntos y de los asentamientos puede ofrecer, desde un inicio, alternativas de mejoramiento y crecimiento? ¿Cómo incorporar en el diseño las variables de familias con diferentes exigencias de espacio, de convivencia entre grupos de familias, de uso intensivo de espacios públicos en la unidad, en el barrio y entre los barrios?

Santiago, agosto de 2004

El Nuevo Traje del Emperador por Hans Christian Andersen


* Alfredo Rodríguez es Director de SUR, Corporación de Estudios Sociales y Educación. Ana Sugranyes es Secretaria General de Habitat International Coalition, HIC. El artículo que aquí presentan se basa en los resultados de estudios sobre la política de vivienda social en Santiago, 1980-2000, realizados por SUR, Corporación de Estudios Sociales y Educación, entre 2000 y 2003.

[1] Los resultados del censo de población y vivienda (Censo 2002, XVII Censo Nacional de Población y VI de Vivienda, Instituto Nacional de Estadísticas, INE) identifican un parque del orden 4,5 millones de viviendas en el país. Según el Banco Central de Chile, “Indicadores Económicos y Sociales de Chile 1960-2000” (Santiago, 2001), durante los veinte últimos años (de 1980 a 2000) se han construido 1.912.521 viviendas, que representan el 43 por ciento del parque total.

[2] Santiago, con sus 34 comunas y 5 millones de habitantes; el área metropolitana, o intercomunal de Concepción, con sus 7 comunas y cerca de 1 millón de habitantes; La Serena y Coquimbo con 350 mil habitantes; y Ovalle con 85 mil.

[3] El universo analizado en Santiago es de 202.026 unidades, distribuidas en 489 conjuntos. La encuesta se aplicó en una muestra de 23 conjuntos representativos de cuatro principales variables: (i) antigüedad del stock, (ii) tenencia de la vivienda, en lote individual o en condominio, (iii) localización, y (iv) tamaño del conjunto.

[4] La superficie de la vivienda social varía en función de las fases de producción: a principios de los años ochenta, el promedio está en 36,5 metros cuadrados; mientras que hacia finales de los años noventa, subió a 44,1 metros cuadrados.

[6] La encuesta muestra que el 14,3 por ciento de los residentes corresponde a indigentes; 29,9 por ciento a pobres y 55,8 por ciento a no pobres. Es en la fase de producción de 1991 a 1997 que el Minvu ha logrado una mejor focalización de sus recursos, con 52,8 por ciento de indigentes y pobres.

[7] El promedio de viviendas por proyecto, o licitación, en el gran Santiago (413 unidades) es el doble del observado en las demás ciudades analizadas (224 en Concepción, 171 en Coquimbo/La Serena y 183 en Ovalle).

[8] Desde el momento de su compra, estos terrenos han sido pensados en función de la rentabilidad que sus dueños podían aprovechar de la política de financiamiento de viviendas de bajo costo. En Santiago, desde las primeras erradicaciones de campamentos hacia finales de los años cincuenta, los intereses inmobiliarios han definido el asentamiento de los pobres en la periferia sur, del Zanjón del Aguada a La Granja, La Pintana y luego a Puente Alto y San Bernardo.

[9] La encuesta muestra que el promedio de personas por vivienda es de 4,5 (con pequeñas variaciones: con mayor concentración de 5,2 personas en los blocks de la segunda mitad de los años ochenta; y un hacinamiento menor de 4 personas en las unidades más recientes. La encuesta también reveló que en cada vivienda vive un promedio de 1,9 núcleos familiares. Optamos por hablar de “núcleo familiar” y no de “hogar” por vivienda, porque la definición oficial que caracteriza viviendas compartidas entre varias familias se hace a partir de “hogares que tienen su propia cocina”. Es que es difícil imagina cómo van a caber dos cocinas en una vivienda con 3 o 4 adultos compartiendo menos de 40 metros cuadrados.

[10] El Plan Regulador Metropolitano de Santiago establece que la densidad bruta mínima debiera ser de 150 habitantes por hectárea. En la realidad, la densidad promedio del gran Santiago es de 83 hab./ha.

[11] Las concentraciones homogéneas de viviendas de bajo costo, aquí denominadas como “manchones”, se han desarrollado especialmente en el sur y poniente del gran Santiago. La mayor y más antigua se extiende sobre 350 hectáreas de las comunas de La Florida, La Granja, La Pintana, San Ramón y El Bosque; en ella se ha construido 82 proyectos con 34 mil viviendas sociales, sin contar otras unidades con valores de hasta 15 mil dólares. Otros manchones impactantes son los que se encuentran en las comunas de San Bernardo y de Puente Alto.

[12] Casi todos los pobres del país tienen techo en propiedad, en viviendas de muy bajo estándar y en terrenos urbanizados. Quedan fuera del modelo los pobladores de “campamento”, o asentamiento irregular, que representan tan sólo el 4 por ciento de la poblaci