Calle G: De cuando los ciudadanos hallarón su ciudad

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La Ciudad
diversa

Cumplen una convocatoria no anunciada
para cada noche y madrugada de todos los fines de semana. Alegran, provocan
rechazo, curiosidad o envidia; aprenden, interrogan, se asocian, evaden e
intercambian. Son las denominadas tribus
urbanas
–término acuñado en Europa y desafinado por la traducción– quienes
han tomado como lugar de encuentro el largo tramo de la calle G comprendido
entre las calles 25 y Línea, en El Vedado.

Rockeros,
repas, mikis, rastas y emos,
entre
otros, ocupan desde hace un par de años el separador central del elegante paseo,
herencia de la mejor tradición urbana habanera iniciada en la Alameda de Paula. A ellos
se suman con distanciamiento, investigadores, policías o simples curiosos. También
deambulan, sospecho, los que no se deciden a unírseles a pesar de las ganas, tejiendo
así una multitud de jóvenes que integran o se mueven alrededor de las tribus
urbanas, definidas por el politólogo Rafael Hernández como “grupos de carácter informal que se reúnen en
torno a prácticas, creencias, gustos, modas, actividades que los sociólogos
suelen llamar subculturas para diferenciarlos de la supuesta cultura dominante
”.

El espontáneo ritual nocturno ha
concitado artículos de prensa e investigaciones académicas, movilizaciones
policiales y debates teóricos que se asoman –cada cual desde su atalaya– al
evidente ejercicio de socialización del
espacio urbano
mediante el cual los jóvenes han convertido en Arca de Diversidad
a la añosa avenida, negándose a una ciudad segregada, del tipo que confina a sus
ciudadanos en condominios de muros infranqueables y calles sin aceras. Llama la
atención, sin embargo, que el abordaje de las nuevas tribus urbanas habaneras ha
sido realizado básicamente desde la perspectiva sociológica, sicológica, política
o antropológica, esto es, a partir de las
tribus,
pero no desde una mirada urbana
que las enmarque en la ciudad que les concede escenario público y de alguna
manera contribuye a inventarlas.

La creciente participación juvenil en
ese espacio resulta un evento social de trascendencia en una urbe que durante
décadas dejó de hacer evidentes los aires dinamizadores de su vida ciudadana.
Sin embargo, el hecho no resulta nuevo ni significa el último en la existencia
habanera. No es necesario remontarse a los años fecundos de la acera del Louvre
para recordar que una ciudad tiene que ser capaz de abrigar la libre y
necesaria asociación de sus habitantes. La aldea primitiva fue emplazada, en primer
término, para articular acciones del ser social que ya éramos por entonces; siglos después la ciudad griega dio
asiento al ágora, mientras la urbs medieval fundó plazas encantadoras
y amplios atrios de iglesias para contribuir a sustentar las redes sociales y
cobijar los diversos intereses ciudadanos. Toda una generación de hippies, ramperos, frikis y cheos aún se
mueve entre los nuevos usuarios de la calle G. En términos de evolución del
tejido social urbano no hay en ello nada de qué alarmarse, menos aún cuando la ciudad
debe entenderse, básicamente, como un formidable hecho cultural vivo, plural y
renovador. Es el mismo hecho que potencia la diversidad en el reservorio
sociocultural urbano y crea ciudadanía con vocación de pertenencia.

Para descargar el artículo completo en pdf, pulse aquí.

Articulo publicado por la Revista Revolución y Cultura, nº2 – 2011: http://www.ryc.cult.cu/r22011.html

 

Publicación en el sitio de HIC gentilmente autorizada por el autor, Pedro Vázquez.