Fuente: Mike Davis * (La Jornada, Mexico, 15/01/2006)
A escobazo limpio
Las fuerzas oscuras del mundo parecen obsesionadas estos días con la limpieza urbana. El ministro francés para los desgarros y los cachiporrazos, Nicolas Sarkozy, denunció a la “gentuza” (racaille) de los guetos suburbanos parisinos y prometió servirse de una gran manguera para “barrerlos”. Cuando todavía estaban flotando cadáveres hinchados por las calles inundadas de los vecindarios negros de Nueva Orleáns, un congresista republicano dio gracias a Dios por haber “despejado finalmente la vía para la realización de nuevos proyectos inmobiliarios”.
El fiscal de Río de Janeiro, apoyado por la industria turística y amplios sectores de la clase media, prometió en octubre pasado “embellecer” la ciudad expulsando a los residentes de 14 favelas. En Zimbabwe, entre tanto, 700 mil personas acaban de ser desalojadas por el presidente Mugabe, en una expeditiva Operación Murambasvina o Saca la basura.
El “embellecimiento urbano”, obvio es decirlo, ha sido siempre un eufemismo orwelliano. En el tercer mundo urbano las personas pobres temen siempre los acontecimientos internacionales de alto nivel -conferencias, visitas de dignatarios, competiciones deportivas, concursos de belleza y festivales internacionales- que empujan a las autoridades a lanzar cruzadas de limpieza de la ciudad. Los habitantes de los barrios miserables saben que son lo “sucio”, el “tizón” que sus gobiernos prefieren ocultar al mundo.
Ejemplo infame de ello fue el quinto centenario de Colón en Santo Domingo, en 1992. Como presidente entronizado por los marines estadunidenses en 1965, el de la República Dominicana, Juan Balaguer, era ya conocido desde hacía mucho tiempo como El Gran Deshauciador. Regresado al poder en 1986, el anciano autócrata se sirvió de las celebraciones como pretexto para destruir los núcleos tradicionales de la resistencia de la población trabajadora al poder conservador, convirtiendo 40 barrios en pasto de buldózeres y expulsando a 180 mil residentes.
Los juegos olímpicos también han dado oportunidad de empujar a los pobres hacia la periferia. En la preparación de las Olimpiadas de 1936, por ejemplo, los nazis se deshicieron de los indigentes sin techo, alejando a los moradores de los barrios miserables de las áreas de Berlín que podían ser vistas por los turistas olímpicos. Aunque otras olimpiadas que siguieron -incluyendo la de México, Distrito Federal; Atenas y Barcelona- fueron también acompañadas de renovación urbana y expulsiones, los juegos de Seúl en 1988 alcanzaron una escala sin precedentes en punto a persecución y destrucción oficiales de propietarios pobres de casas, inquilinos y precaristas. Nada menos que 720 mil personas fueron realojadas en Seúl y en Inion, llevando a una ONG católica a denunciar que Corea del Sur rivalizaba con Sudáfrica por el título de ser el “país en el que el desahucio forzoso es más brutal e inhumano”.
Pekín parece seguir ese precedente de Seúl en sus preparativos para los juegos de 2008: sólo la construcción del estadio olímpico significará, presumiblemente, la reubicación de 350 mil personas. Anne-Marie Broudehoux, en su brillante libro The making and selling of post-Mao Beijing (La forja y la venta del Pekín post Mao), predice que la planificación olímpica repetirá la experiencia traumática (y para las clases trabajadoras, sombríamente irónica) del quincuagésimo aniversario de la revolución china, con sus “múltiples campañas de embellecimiento emprendidas para camuflar la miseria social y física de la ciudad. Cientos de casas fueron demolidas, miles de personas expulsadas, y miles de millones de yuanes del contribuyente gastados para construir una fachada de orden y progreso”.
Sin embargo, el programa más totalitario de “embellecimiento urbano” desarrollado en Asia en los tiempos recientes lo constituyeron sin duda los preparativos para el Año de visita de Myanmar 1996, emprendido por la dictadura militar de Birmania -financiada por el tráfico de heroína- en Rangún y Mandalay. Millón y medio de residentes -un increíble 16 por ciento de la población urbana total- fueron expulsados de sus hogares (con frecuencia, mediante incendios patrocinados por el Estado) entre 1989 y 1994 y transportados en barco hasta unas chozas de caña y bambú improvisadas en una periferia urbana rebautizada con el escalofriante nombre de Campos Nuevos. Los vecindarios urbanos fueron sustituidos por proyectos como el nuevo Rangún Golf Course, destinado a turistas occidentales y hombres de negocios japoneses. En los Campos Nuevos, los antiguos residentes urbanos se hacinan entre el lodo y el estiércol, mientras ven morir a sus hijos de disentería.
Se ha convertido en lugar común de todos los gobiernos justificar en todas partes el esponjamiento urbano y la limpieza de los cinturones de miseria como un medio indispensable para combatir el crimen. Estas zonas, además, son vistas a menudo como amenazas, simplemente porque resultan invisibles para la vigilancia estatal, hallándose, en efecto, “fuera del Panóptico”.
El derecho de la era colonial se usa con frecuencia para justificar las expulsiones. Kuala Lumpur, habiéndose marcado el objetivo de erradicar los barrios miserables en 2005, ha usado poderes policiales derivados de las leyes de “emergencia” de los años cincuenta, cuando los británicos arrasaron con buldózeres comunidades enteras de ocupantes chinos alegando que eran fortalezas comunistas.
La limpieza en gran escala de los barrios miserables va frecuentemente ligada a la represión de los vendedores ambulantes y los trabajadores informales. El general Sutiyoso, el poderoso gobernador de Yakarta, va sólo ligeramente a la zaga de los generales birmanos en su violación de los derechos humanos de los pobres en Asia. Notorio por su persecución de la disidencia durante la dictadura de Suharto, Sutiyoso ha librado desde 2001 una “cruzada personal para limpiar Yakarta de kampunks (aldeas) informales, así como de sus vendedores, músicos callejeros, sin techo y pedicabs (taxistas de pedal)”. Con el sostén de la gran empresa, el gobernador ha desahuciado a más de 50 mil moradores de los barrios miseria, dejado sin trabajo a 34 mil pedicabs, demolido los tenderetes de 21 mil vendedores ambulantes y detenido a centenares de músicos callejeros. Su objetivo manifiesto es convertir Yakarta (con población de 12 millones de habitantes) en la “segunda Singapur”. Pero los opositores de base, como la Alianza de Pobres Urbanos, lo acusan de simplemente limpiar y esponjar los cinturones de miseria para dejar expedito el camino a futuros planes de desarrollo en los que están interesados sus sostenedores y compinches políticos.
Si algunos moradores de estos barrios cometen el “crimen” de estar atravesados en el camino del progreso, otros sucumben al yerro de practicar la democracia. Después de las elecciones de 2005 en Zimbabwe, marcadas por la corrupción, Mugabe orientó su cólera hacia los mercados callejeros y las aglomeraciones de barracas de Harare y Bulawayo, en las que los pobres habían votado en favor de la oposición. Un funcionario de policía ordenó a sus hombres: “A partir de mañana necesito informes en mi mesa diciendo que hemos disparado contra la gente. El presidente ha dado pleno apoyo a esta operación, así que no hay nada que temer. Hay que tomar esto como una guerra”.
Verdaderamente, guerra es aquí una metáfora adecuada. El ritmo acelerado de los desalojos y las limpiezas urbanas por todo el mundo es la última etapa alcanzada por el inveterado conflicto entre ricos y pobres por el “derecho a la ciudad”. Pero, como advierte el rojo fogonazo que se ve en el horizonte de París, los cinturones de miseria vuelven a la lucha.
* Miembro del Consejo Editorial de Sinpermiso (www.sinpermiso.info)
Traducción: Amaranta Süss